El camino del amor fraterno en Santa Teresita del Niño Jesús
- Berny Ulate
- 1 oct
- 7 Min. de lectura
A todos nos cuesta practicar el amor y vivirlo auténticamente con algunas personas. Amar de verdad no es sencillo, y mucho menos cuando se trata de quienes nos incomodan o nos hacen sufrir. Y, sin embargo, ahí es donde el Evangelio se vuelve más real. Santa Teresita del Niño Jesús, nuestra pequeña hermana de Lisieux, nos enseña cómo recorrer este camino: el camino del amor fraterno.
Su experiencia comunitaria no fue idílica ni fácil, sino un crisol de purificación que la llevó a descubrir, en lo cotidiano, la belleza del amor que viene de Dios.
Cuando las relaciones se vuelven noche oscura
Teresita, a diferencia de nuestra madre santa Teresa de Jesús, no fue una mujer de muchas amistades amplias y sociales. Su mundo afectivo fue más íntimo y exclusivo: reservaba su corazón a un pequeño círculo de confianza. Por eso, las relaciones interpersonales resultaban para ella un terreno exigente, incluso doloroso.
Ella misma lo expresó con sencillez:
“Cuando es él, el dulce amigo, quien pincha a su pelota, el sufrimiento no es sino dulzura, ¡es tan dulce su mano…! Pero las criaturas…. Las que me rodean son buenas, pero hay en ellas un no sé qué que me repele [...] Si no es él quien pincha directamente a su pelotita, sí que es él quien guía la mano que la pincha”
Teresita reconoce que el sufrimiento provocado por la convivencia es más difícil de aceptar que las pruebas físicas o espirituales. Sin embargo, también sabe que esas heridas no son casualidad, sino instrumentos de Jesús para unirnos más a Él. Amar al prójimo cuando nos cuesta es un modo concreto de abrazar la cruz.
El internado: primeras heridas de relación
Antes de entrar al Carmelo, Teresita vivió una experiencia dura en el internado. Allí conoció la incomprensión, la burla y la rudeza. Podríamos llamarlo hoy “bullying”. Con su corazón sensible, sufrió mucho la envidia de una compañera que la molestaba constantemente:
“Una de ellas de 13 o 14 años de edad, era poco inteligente, pero sabía imponerse a las alumnas, e incluso a las profesoras. Al verme tan joven, casi siempre la primera de la clase y querida por todas las religiosas, se ve que sintió envidia – muy comprensible en una pensionista – y me hizo pagar de mil maneras mis pequeños éxitos. Dado mi natural tímido y sensible, no sabía defenderme, y me conformaba con sufrir en silencio..."
Quiso entablar amistades sinceras, pero descubrió pronto que el amor humano es frágil e inconstante. Eso la hizo poner sus ojos en lo eterno:
“Intenté trabajar amistad con algunas niñas de mi edad, sobre todo con dos de ellas. Yo las quería, y también ellas me querían a mí en la medida en que podían. Pero, ¡¡¡ay, qué raquítico y voluble es el corazón de las criaturas…!!! Pronto comprobé que mi amor no era correspondido […] Lo sentí mucho, y no quise mendigar un cariño que me negaban” (Ms. A. 38r°)
Este paso temprano le enseñó a no absolutizar el cariño humano, sino a descubrir que sólo Dios puede colmar el corazón. Fue, también, un aprendizaje de humildad: aceptar la limitación y la fragilidad de las relaciones.

La fraternidad en el Carmelo
Cuando finalmente entró en el Carmelo, Teresita no halló un paraíso espiritual. Encontró, como en toda comunidad, simpatías y antipatías, diferencias de carácter, malentendidos y juicios. Ella lo reconoce con realismo:
“La verdad es que en el Carmelo una no encuentra enemigos, pero sí que hay simpatías. Se siente atracción por una hermana, mientras que ante otra darías un gran rodeo para evitar encontrarte con ella” (Ms. C, 15v°)
La vida comunitaria fue para ella un entrenamiento diario en la caridad evangélica. Aprendió a besar el suelo cuando la reprendían injustamente, a guardar silencio cuando la incomodaban, a ofrecer con amor los servicios más ingratos. Cada roce, cada dificultad, se volvía una oportunidad para amar a Jesús en la hermana concreta.
Tres episodios sencillos muestran este proceso:
Con sor San Pedro, anciana y difícil de tratar, se ofrecía a llevarla al refectorio con paciencia, como si condujera al mismo Jesús.
En la capilla, soportaba el ruido constante de una hermana durante la oración, transformando la molestia en un “concierto para Jesús”.
En la lavandería, recibía con alegría las salpicaduras de agua sucia, viéndolas como un tesoro de gracia.
De este modo, su itinerario era claro: del impulso natural de rechazo, pasaba a la lectura de fe, y de allí a la actitud evangélica del amor.

Cuando alguien nos resulta insoportable
El caso más famoso es el de sor Teresa de San Agustín, una hermana que le desagradaba profundamente. Ella lo confiesa con una sinceridad desarmante:
“Hay en la comunidad una hermana que tiene el don de desagradarme en todo. Sus modales, sus palabras, su carácter me resultan sumamente desagradables” (Ms. C, 13v°)
¿Qué hacer cuando alguien nos cae mal en todo? Teresita descubrió que la caridad no consiste en sentimientos, sino en obras. Y decidió tratar a esa hermana como si fuese la persona a quien más quería. Se forzaba a sonreírle, a prestarle servicios, a cambiar de conversación cuando podía responder con aspereza.
“Entonces, para no ceder a la antipatía natural que experimentaba, me dije a mí misma que la caridad no debía consistir en simples sentimientos, sino en obras, y me dediqué a portarme con esa hermana como lo hubiera hecho con la persona a quien más quiero" (Ms. C, 13v°-14r°).
En el fondo, comprendió que amar no es cambiar los sentimientos, sino elegir actuar como Jesús actuaría. No buscaba transformar su antipatía en simpatía, sino transformarla en caridad concreta. Aquí alcanzó la cima de su “camino de infancia espiritual”: amar más allá de lo que siento, es contemplar a Jesús en el otro.
Un itinerario abierto a todos
Cuando leo a santa Teresita, me impresiona la claridad con que ella misma describe su proceso interior en las relaciones difíciles. No se engaña: el impulso natural es casi siempre el rechazo. Cuando alguien me incomoda, cuando me salpican con su manera de ser, cuando me hieren con palabras o actitudes, lo primero que nace en mí no es el amor, sino la defensa, la queja, o incluso la violencia. Eso también le pasaba a Teresita.
Pero aquí está su genio espiritual: no se queda en ese primer movimiento. Ella da un paso más, que llama la “lectura de fe”. Es decir, ver al hermano o la hermana con los ojos de Cristo. Detrás de esa incomodidad, hay una presencia: Jesús mismo, escondido en esa persona concreta. Teresita sabe que lo que hagamos al más pequeño, al más molesto, al más frágil, se lo hacemos al Señor.
Finalmente, ese segundo paso la conduce al tercero: la actitud evangélica del amor. Ya no se trata de sentir simpatía, sino de elegir actuar como Cristo actuaría: sonreír cuando quería responder con dureza, ofrecerse cuando quería escapar, callar cuando quería defenderse. Es la “caridad en obras” de la que ella misma habla.
Lo que Teresita vivió en Lisieux no es exclusivo de un convento de clausura. Es un camino universal, abierto para todos nosotros: en la familia, en el trabajo, en la parroquia, en el grupo de amigos. Allí donde nos encontramos con personas que nos cuestan, podemos recorrer este mismo itinerario:
El impulso natural
Lo primero que brota es el rechazo, la molestia, la impaciencia.
Reconocerlo sin miedo: es humano.
La lectura de fe
Preguntarme: ¿Dónde está Jesús en esta persona? ¿Qué me quiere enseñar en este momento?
Recordar que lo que haga al hermano, se lo hago al Señor.
La actitud evangélica
Dar un paso concreto de amor: una sonrisa, un servicio, un silencio ofrecido, un acto de paciencia.
Elegir amar más allá de lo que siento.
La caridad no empieza en lo extraordinario, sino en esas pruebas escondidas que nadie aplaude, pero que nos hacen santos.

Amar en lo pequeño, amar en lo escondido
Este camino fraterno, con sus pequeñas luchas y victorias, fue la gran escuela de santidad de Teresita. No se trataba de gestos espectaculares, sino de sonrisas silenciosas, de aceptar incomodidades, de callar ante la injusticia, de ofrecerse en lo escondido.
Ella misma lo resume con su frase más conocida: “En el corazón de la Iglesia, yo seré el amor”.
La fraternidad no fue para ella una circunstancia secundaria, sino el lugar concreto donde vivió su vocación. Allí aprendió que el amor no es un sentimiento idealizado, sino una obra diaria, paciente, humilde y concreta.
Una lección para nosotros
En la vida de Teresita, me descubro reflejado en mis propias luchas cotidianas. ¡Cuántas veces me cuesta amar de verdad a quienes me resultan incómodos, difíciles o indiferentes! Y, sin embargo, en esos rostros concretos está Jesús, esperándome.
El camino del amor fraterno de santa Teresita me recuerda que no necesito grandes ocasiones para amar. Mi comunidad, mi familia, mis hermanos y hermanas de cada día son el campo donde Dios me invita a ejercitar la paciencia, la misericordia, la ternura.
El Evangelio se hace real cuando transformo una incomodidad en ofrenda, una herida en oportunidad, una antipatía en ocasión de gracia. Caminar con Teresita es dejar que lo pequeño se convierta en grande, que lo escondido sea fecundo, que lo frágil sea el lugar de la victoria del amor.
Oración: Enséñame a amar como Tú, Jesús
Señor Jesús,
tú sabes que muchas veces mi primer impulso es el rechazo,
cuando me cuesta comprender a mi hermano,
cuando me irrita su modo de ser
o me hiere con sus palabras.
Dame tu mirada de fe,
para descubrir que Tú estás presente en cada persona,
incluso en quien me resulta más difícil.
Que pueda verte escondido en lo pequeño y lo ordinario.
Y concédeme tu gracia
para dar el paso del Evangelio:
una sonrisa, un silencio, un servicio humilde.
Que mi amor no se quede en sentimientos,
sino que se haga obra, como el tuyo en la cruz.
Jesús, en el corazón de la Iglesia,
quiero ser el amor contigo y como Teresita,
en lo pequeño, en lo escondido, en lo cotidiano.
Amén.



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