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Unidos en oración, tiempo de esperanza




La Liturgia del domingo pasado nos relataba la ascensión del Señor a los cielos, aún están frescas las palabras de Cristo, “Ahora yo les voy a enviar al que mi Padre les prometió. Permanezcan, pues, en la ciudad, hasta que reciban la fuerza de lo alto”.(Lc 24,49), Cristo muerto y resucitado para nuestra salvación, asciende a lo alto, al encuentro con el Padre, él nos abre las puertas de la morada del Padre y nos prepara un lugar para cada uno. En la espera del día que no tiene ocaso, en nuestro peregrinar él está presente, en la tercera persona de la Santísima Trinidad, en el Espíritu Santo, el paráclito, el consolador, el abogado…en esa espera estamos hoy, en vigilia, expectantes, junto con nuestra madre la Virgen María y toda la Iglesia reunida.


El fuego que lo cambia todo

Pentecostés, no es sólo una solemnidad litúrgica más, sino que es el día en que el cielo se abrió de una vez y para siempre sobre la Iglesia universal. Es el cumplimiento de las promesas de Cristo, el nacimiento de la Iglesia, el inicio de una misión sin fronteras. Es el momento en que el Espíritu Santo desciende sobre los apóstoles, y hoy sobre nosotros, para transformar nuestros corazones temerosos, en ardientes, dispuestos a dar la vida por el Evangelio; hoy mas que nunca necesitamos Pentecostés, la Iglesia entera necesita ese fuego que consuma nuestro interior y nos impulse a salir de nuestras comodidades para anunciar la Buna Nueva del Reino de Dios. Vivimos en tiempos de guerra, divisiones y corazones fríos, timoratos, con espiritualidades a la carta, con dispersión y perdida de la esperanza, pero, el Espíritu Santo, no ha cesado de actuar, sigue presente y actuante en nuestros corazones, si nos disponemos a recibirlo, el Espíritu quiere encender nuestro corazón, quiere unir a la Iglesia, quiere fomentar un mundo unido y en paz.

El término, adoptado de los judíos de habla griega (Tob. 2,1; 2 Mac. 12,32; Josefo, “Ant.”, III, X, 6; etc.), alude al hecho de que la fiesta caía en el día quincuagésimo después “del día siguiente al Sabbath” de la Pascua (Lev. 23,11). En el Antiguo Testamento se le conocía como “fiesta de la cosecha de las primicias” (Éx. 23,16), “la fiesta de las semanas” (Éx. 34,22; Deut. 16,10; 2 Crón. 8,13), “el día de las primicias” (Núm. 28,26), y los judíos posteriores lo llamaron ‘asereth o ‘asartha (asamblea solemne, y probablemente “festival de cierre”, pues Pentecostés era el festival de clausura de la cosecha y de la temporada pascual). Lo que en el Antiguo Testamento fue una ley escrita, ahora se convierte en la entrega del Espíritu vivificante.

Por otra parte el día de Pentecostés se celebra para conmemorar la entrega de la Ley en el Monte Sinaí, que, según Éx. 19,1, tuvo lugar el quincuagésimo día después de la salida de Egipto. Este punto de vista, admitido por varios Padres de la Iglesia (San Jerónimo, "Epist.", LXXVIII, 12, P.L., XXII, 707; San Agustín, "Cont. Faust", XXXII, 12, P.L., XLII, 503; San León, "De Pent. Serm.," I, P.L., LIV, 400), ha pasado a algunos libros litúrgicos judíos modernos, donde se describe la fiesta como "el día de la entrega de la Ley" (Maimon. More Neb., III, 41)

Donde el pueblo judío por medio de Moisés recibió tablas de piedra, los discípulos reciben un fuego que graba la Ley en sus corazones, ya no es una ley externa, sino una fuerza interna, no se trata ya de un pueblo en particular, sino salta a la universalidad, la Iglesia, ya no es una ley que restringe sino un mandamiento nuevo, “Ámense unos a otros; como yo los he amado” (Jn 13.34), es la libertad de ser amados por Dios, de vivir y experimentar el amor de Dios en nosotros, y ese mismo amor compartirlo y repartirlo a toda la humanidad.


Un sólo lenguaje

La solemnidad de Pentecostés, una fiesta en la que se conmemora la llegada del Espíritu Santo, que colma la confusión de Babel (cfr. Gn 11): en Jesús, muerto, resucitado y ascendido al cielo, los pueblos vuelven a entenderse en una única lengua, la del Amor. En Hechos de los Apóstoles 2:1-11, nos relata este gran acontecimiento, los discípulos reunidos comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les hacía expresarse, el prodigio es la unidad en la diversidad, los apóstoles comienzan a predicar, y personas de distintas regiones y lenguas los entienden perfectamente: “¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye hablar en su propia lengua nativa?”[1], Pentecostés es la reversión de Babel, donde la soberbia del hombre llevó a la confusión, en Pentecostés, el cielo se abre para que Dios altísimo baje al corazón del hombre por puro amor, el lenguaje es el Amor.

Pero detengámonos un poco en este gran acontecimiento, es tan necesario vivirlo hoy, es indispensable volver a mirarnos como hermanos, dirigirnos la palabra con amor, con respeto, desde el corazón que arde de amor gracias al fuego del Espíritu Santo que nos habita; es urgente  y necesario derribar los celos, envidias, odios, barreras y muros que construimos para evitar el encuentro con el hermano, con el vecino, con el desconocido; viene a mi mente hoy tantos lugares en el mundo donde reina la violencia, donde las muertes y ataques son el pan de cada día, donde las diferencias pesan y no permiten crear espacios de unidad, pero al mismo tiempo me hace preguntarme:

¿Qué tan dispuesto estoy de ser persona de paz? ¿me apunto a construir la unidad y la paz o soy agente de división? ¿vivo hoy la unidad, que está abierta al actuar del Espíritu, que habla el lenguaje universal?

Un lenguaje universal, el Amor, Amar a Cristo para aprender a amarnos los unos a los otros. El amor a Dios no nos aísla, ni aleja del otro, del hermano, de la realidad, sino que nos ayuda a amar aún más, a ir más allá de la desconfianza, más allá de los miedos. La nueva ley que está esculpida en nuestros corazones, es el mandamiento del amor, que no es sólo un sentimiento, sino que implica a toda la persona, porque es una elección, una decisión capaz de transformar a quien ama.


Una Iglesia naciente

El catecismo lo afirma claramente:

“el día de Pentecostés (al termino de las siete semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, se da y se comunica como Persona divina: de su plenitud, Cristo, Señor, derrama el Espíritu en abundancia”[2].

La Iglesia nace misionera, universal y profundamente unida por la acción del Espíritu. No es una organización humana, sino un Cuerpo vivo, cuya cabeza es Cristo y en él reúne a todos los miembros dispersos por el mundo. Cada lengua, cada cultura, cada pueblo encuentra su lugar en la Iglesia, sin perder su identidad, todos somos uno en el Espíritu que nos aglutina, para formar el cuerpo místico de Cristo, nuevamente hoy estamos llamados a ser piedras vivas de la Iglesia, signos visibles de Dios en el mundo.

En la fiesta de Pentecostés, se debe preparar el corazón para recibir al Espíritu, es necesario perseverar unánimes en la oración (cf Hch1.14), abrirnos a su actuar, dejarnos hacer por él, es necesario el abandono, es necesario el dejarse consumir por el fuego que no destruye, sino que purifica. El que ha sido tocado por ese fuego comienza a ver con nuevos ojos su realidad, comienza a amar con nuevo corazón.

Pentecostés es un recordatorio de que no estamos solos, el Espíritu está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo.

La comunidad del pueblo de Dios es central para la obra de Dios en el mundo. Por tanto, Pentecostés nos invita a considerar nuestra propia participación en la comunión, la adoración y la misión de la iglesia. Es un momento para renovar nuestro compromiso de vivir como un miembro esencial del cuerpo de Cristo, usando nuestros dones para construir la Iglesia y compartir el amor y la justicia de Cristo con el mundo.

En Pentecostés, simbólicamente, este milagro refuerza la misión multilingüe, multicultural y multirracial de la iglesia. Debemos ser una comunidad en la que todas las personas se sientan unidas por el amor y abiertas a la participación de todos. Como escribe Pablo en Gálatas 3:28: “Ya no hay judío ni griego, ya no hay esclavo ni libre, ya no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”.


[1] Hch 2,8

[2] CIC 731

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