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Ser casa de Dios

La Trinidad divina, en efecto, pone su morada en nosotros el día del Bautismo: «Yo te bautizo —dice el ministro— en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»”, decía el Papa Benedicto XVI en un ángelus del año 2010, frase similar a la que un día escuchó Isabel Catez a la edad de 11 años después de haber hecho su primera comunión.


¿Quién es Isabel Catez? Ella nace el 18 de julio de 1880 en Francia, hija de José Catez y Maria Roulland, sus familiares describen que Isabel «tiene unos ojos furiosos», «muy endiablada», continuamente tiene «verdaderos estallidos de rabia». Carácter fuerte y difícil. Isabel llevaba en las venas sangre de soldado. Heredó un temperamento ardiente; de su padre, el sentido del deber y la lealtad, de su madre, la fortaleza, tenacidad y constancia. Su madre dirá que es «un auténtico demonio», turbulenta, colérica e irritable. A la vez, sociable y de gran sensibilidad, cariñosa y afectuosa. El domingo 2 de octubre de 1887, víctima de un infarto muere en brazos de Isabel su padre.

En el año 1888 el «trío», compuesto por su madre y su hermana, instalan en una modesta vivienda cerca del Carmelo de Dijon, cuyo jardín ve Isabel desde la ventana de su casa. A los siete años, su párroco el sr. Angles, declara que Isabel le dijo: «¡yo seré religiosa, quiero ser religiosa!» Su madre irritada, le preguntó al párroco si creía seriamente en esa afirmación: «yo le respondí una palabra que, como una espada, le atravesó el alma: “así lo creo”».


Cualquiera puede decir que este deseo se podría definir como un deseo de mocedad, algo que podría ser pasajero, al menos quien más lo deseaba era su madre, ya que desde siempre trató de derivar este deseo de Isabel a otro que no fuera la vida religiosa, pero es aquí donde entra en juego Jesús. En la tarde del día de su comunión visitan el Carmelo, y la priora le dice que su nombre significa “Casa de Dios”, sintiéndose impresionada ante tal afirmación es que desde ese momento vive sabiéndose amorosamente «habitada», «morada de los Tres».


Con esta seguridad de vida Isabel se enfrenta a los deseos que su madre tiene para que pueda vivir una vida matrimonial, y describe en su Diario ya teniendo una relación con quien le habita una propuesta matrimonial que recibe su madre: «un partido maravilloso que nunca volveré a encontrar (…) ¡Qué indiferente me ha dejado esta tentadora proposición! Mi corazón se lo he dado al Rey de los reyes (…) Siguiendo tus pasos caminando en tu compañía, seré valiente» [Diario, 94].


Cuando su madre acepta la vocación de Isabel tiene vía libre para entrar al Carmelo, ingresando el 2 de enero de 1901. Para Isabel en el Carmelo «no hay nada más que Él. Él lo es Todo. Se le encuentra en todas partes, lo mismo que en la recreación que en la oración» [Cta. 85]. La presencia de Dios lo llena todo: «si Él no llenase nuestras celdas y nuestros claustros, qué vacíos estarían. Pero es a Él a quien vemos en todas las cosas, pues le llevamos dentro de nosotras mismas» [Cta.189].


En una carta escrita ya dentro del Carmelo cuenta el sentido que tiene su nombre religioso «¿No le he dicho como me llamaré en el Carmelo? “María Isabel de la Trinidad”. Me parece que este nombre significa una vocación especial. Amo tanto el misterio de la Santísima Trinidad…Es un abismo donde desaparezco…» [Cta. 56].

Una frase de San Pablo, «Ser alabanza de gloria», se vuelve el ideal contemplativo, donde encuentra su destino y la definición de su vocación, «el aniquilamiento de sí misma», «la adoración», «la exaltación de sí de la vida trinitaria», su aspiración a «ser una oración continua», a «amar mucho».


Isabel muere el 9 de noviembre 1906, después de sufrir el mal de Addison, la cual testigos comentan que durante ese tiempo de sufrimiento (vómitos continuos y dolores fuertes en el estómago. Noches interminables de insomnio), Isabel «No hablaba de su enfermedad sino únicamente de Dios y de los otros». Sufre con generosidad y valentía. «Siento que la muerte va destruyendo mi vida…Esto resulta doloroso para la naturaleza humana. Te garantizo que, si no procurase elevarme sobre ella, sólo sentiría debilidad ante el sufrimiento. Esta es la visión humana del dolor, pero abro inmediatamente los ojos de mi alma la luz de la fe y esta fe me dice que es el Amor quien me destruye, quien me consume lentamente. Por eso mi alegría es inmensa» [Cta. 276]. Sus últimas palabras fueron «Voy a la Luz, al Amor, a la Vida».


El 25 de noviembre de 1984 fue declarada Beata por el Papa Juan Pablo II y canonizada junto a otros 6 beatos, el 16 de octubre de 2016 por el Papa Francisco quien nos recordaba en su homilía que “Los santos son hombres y mujeres que entran hasta el fondo del misterio de la oración. Hombres y mujeres que luchan con la oración, dejando al Espíritu Santo orar y luchar en ellos; luchan hasta el extremo, con todas sus fuerzas, y vencen, pero no solos: el Señor vence a través de ellos y con ellos. También estos siete testigos que hoy han sido canonizados, han combatido con la oración la buena batalla de la fe y del amor. Por ello han permanecido firmes en la fe con el corazón generoso y fiel. Que, con su ejemplo y su intercesión, Dios nos conceda también a nosotros ser hombres y mujeres de oración; gritar día y noche a Dios, sin cansarnos; dejar que el Espíritu Santo ore en nosotros, y orar sosteniéndonos unos a otros para permanecer con los brazos levantados, hasta que triunfe la Misericordia Divina.”


Como esta mística carmelita, nosotros también estamos llamados a vivir hoy la experiencia de ser morada de la Trinidad. Ser la "casa de Dios" es siempre nuestra primera vocación.






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