Edith Stein, una búsqueda incansable
- Silvia Rosio Daza
- hace 4 horas
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“Una vez al año, en el día más grande y más santo del año, el día de la Reconciliación, entraba el sumo sacerdote al santo de los santos, a la presencia del Señor, “para orar por sí mismo, por su casa y por todo el pueblo de Israel”[1] para asperjar el trono de gracia con la sangre del novillo y del macho cabrío sacrificado, purificando así el santuario de sus propios pecados y de los de su casa de las impurezas de los hijos de Israel y de sus transgresiones y de todos sus pecados”[2], esta es la descripción de Edith Stein sobre el contenido de la fiesta de la Reconciliación dentro de la tradición judía del Antiguo Testamento, el sentido penitencial de la celebración sigue actual aun hoy en día en el pueblo judío. Ella nació precisamente en este día, en 1891, aunque aun no se podría sospechar que en dicho acontecimiento ya se anunciaba el papel que desempeñaría años más tarde, el de “macho cabrío” del sacrificio para la salvación de su pueblo, ella dirá como San Pablo a los Colosenses, “Ahora me alegro cuando tengo que sufrir por ustedes, pues así completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo para bien de su cuerpo, que es la Iglesia.”
Hoy 9 de agosto, la Iglesia celebra a Santa Teresa Benedicta de la Cruz, una mujer de su tiempo, San Juan Pablo II, en su homilía de Canonización la describió: “Una joven en búsqueda de la verdad, gracias al trabajo silencioso de la gracia divina, llegó a ser santa y mártir: es Teresa Benedicta de la Cruz, que hoy, desde el cielo, nos repite a todos las palabras que marcaron su existencia: «En cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!».[3]

Ansias de libertad
Podemos decir y con justa razón que fue el amor a Cristo el fuego que encendió la vida de Teresa Benedicta de la Cruz, mucho antes de darse cuenta, fue conquistada completamente por él. Desde los catorce años renunció a la oración y a la religión judía de su familia, con su ideal de libertad. Durante mucho tiempo ella vivió la experiencia de la búsqueda. Su vida, su ser completo ansiaba la verdad, su mente no se cansó de investigar, recorriendo un arduo camino en la filosofía y la fenomenología, hasta que conquistó la verdad; mas bien, la Verdad la conquistó a ella. Descubrió que la verdad tenia un nombre: Jesucristo, y desde ese momento el Verbo encarnado fue todo para ella, ya como carmelita, escribió a una benedictina: «Quien busca la verdad, consciente o inconscientemente, busca a Dios».
Las ansias de libertad fueron saciadas con aquel que nos hace libre, que nos muestra el amor, se descubre amada por aquel que dio la vida por todos, y este amor que la libera, la convierte también en libertadora, es el amor que muestra la verdad, por ello llegará a aconsejarnos: “No aceptéis como verdad nada que carezca de amor. Y no aceptéis como amor nada que carezca de verdad. El uno sin la otra se convierte en una mentira destructora.”
Pero ella es el siervo fiel y prudente,[4] que describe el Evangelio de Mateo, y rápidamente intuye que la verdad no se ha manifestado para ella sola, y que debe salir de si y proclamar por el mundo, escribe: “Durante el tiempo que precedió a mi conversión e incluso un buen tiempo después, tenía la convicción de que llevar una vida religiosa significaba el abandono de todo lo terrestre para vivir sólo en el pensamiento de las cosas divinas. Progresivamente aprendí a reconocer que algo más se nos pide en este mundo y que incluso en la vida contemplativa, los lazos con el mundo no se deben romper. Creo incluso, que cuanto más profunda es la atracción que nos conduce a Dios, mayor es el deber de “salir de si”, en este sentido también, es decir, en dirección al mundo para llevar allí la vida divina”[5] por ello desde ese momento dedicará toda su vida al servicio del Reino, a través de la oración y de la actividad pastoral como maestra.
La verdad, que es Cristo mismo en el corazón ardiente de los discípulos de Emaús, es el que mueve voluntades y libera de apegos, es el que impulsa para llevar la buena noticia a todos los rincones del mundo, en esta misión entramos todos los miembros de la Iglesia, y nosotros, ¿ya tuvimos ese encuentro con Cristo, ese encuentro que nos descolocó en la vida diaria y nos abrió un camino de libertad y amor? Y más aun, ¿sabemos dejarnos llevar por ese fuego devorador que es Cristo, o lo queremos apagar con nuestras comodidades y excusas?

El amor a Cristo pasa por el dolor
“El que ama de verdad no se detiene ante la perspectiva del sufrimiento: acepta la comunión en el dolor con la persona amada.
Edith Stein, consciente de lo que implicaba su origen judío, dijo al respecto palabras elocuentes: «Bajo la cruz he comprendido el destino del pueblo de Dios. (...) En efecto, hoy conozco mucho mejor lo que significa ser la esposa del Señor con el signo de la cruz. Pero, puesto que es un misterio, no se comprenderá jamás con la sola razón».[6]
Edith consciente de su papel de esposa de Cristo, y desde su comunión con Él, en oración le “decía que sabía que era su cruz la que ahora había sido puesta sobre el pueblo judío. La mayoría no lo comprendían, pero aquellos que lo sabían, deberían cargarla libremente sobre sí en nombre de todos.”[7], ella hace esta lectura de la realidad porque vive unida a Cristo, y porque ha dispuesto toda su vida a acoger el mensaje que le transmite la Palabra: “El que quiera venir en pos de mí que tome su cruz…”(Mc 8,34), es precisamente ahora, cuando el peso de la cruz se hace sentir sobre sus espaldas, ella se siente mas dispuesta a aceptar la invitación y da su sí al Redentor.
En nuestro día a día cada vez es mas lejana la realidad de la cruz, ya que preferimos hacer oídos sordos a dicha realidad y nos alejamos de todo lo que sea sacrificio y dolor, buscando la autocomplacencia, no está de moda tomar la cruz, no es atrayente el plan de cargar con ella, peor aun el hecho de cargar con la cruz de otros, en un mundo globalizado, con información instantánea, con inteligencia artificial, es fácil perdernos entre videos y redes sociales, anestesiando nuestra propia realidad, procrastinando la cruz, todo ello nos lleva a un asedio y soledad de nuestra propia vida. En este tiempo, es urgente abrir nuestros ojos y mirar no sólo nuestro interior, sino también todo lo que nos rodea, hacernos consientes de la necesidad de cargar la cruz de cada día, pero también ser esos Cirineos[8] que ayudan a cargar la cruz a los demás, con obras de misericordia, que nacen del corazón de Dios, con oración de intercesión, con empatía y si es preciso con la configuración completa con Cristo, hasta dar la vida por el Reino.
Edith nos dirá con elocuencia: “Hay una vocación a sufrir con Cristo y por tanto a colaborar en su obra de redención. Si estamos unidos al Señor, entonces somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo; Cristo vive en sus miembros y sufre en ellos; y todo sufrimiento llevado en unión con el Señor es su sufrimiento que da fruto porque forma parte de la gran obra de redención. Es una idea de fondo de la vida religiosa, y más aún de la vida carmelitana, a través de una libre y alegre aceptación del sufrimiento por los pecadores y participación en la redención de la humanidad”[9]

El amor hace fecundo al dolor y el dolor hace profundo al amor
El misterio de la cruz fue envolviendo toda su vida, hasta la entrega suprema de su vida por los niños y madres en la cámara de gas de Auschwitz-Birkenau, no sólo escribió páginas profundas sobre la “ciencia de la cruz”, sino que llego hasta el calvario, coronada con espinas, configuró su vida con la de Cristo. “Por la experiencia de la cruz, Edith Stein pudo abrirse camino hacia un nuevo encuentro con el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, Padre de nuestro Señor Jesucristo. La fe y la cruz fueron inseparables para ella. Al haberse formado en la escuela de la cruz, descubrió las raíces a las que estaba unido el árbol de su propia vida. Comprendió que era muy importante para ella «ser hija del pueblo elegido y pertenecer a Cristo, no sólo espiritualmente, sino también por un vínculo de sangre».”[10]
Es para nosotros una invitación hoy en su fiesta, poder releer nuestra vida, nuestra historia personal, y en ella redescubrir el nuevo encuentro con Dios, no desde la negación y rechazo, sino desde la aceptación, abrazando con amor nuestra propia historia, también la historia de nuestra Iglesia, con sus aciertos y errores, con sus triunfos y fracasos, con nuestra Iglesia que es santa y pecadora. En la entrega incondicional podemos unirnos plenamente con Cristo, y con nuestra Iglesia, así nos lo explica Edith: “Cualquiera que a lo largo del tiempo haya aceptado un duro destino en memoria del Salvador sufriente, o haya asumido libremente sobre sí la expiación del pecado, ha expiado, en parte, el inmenso peso de la culpa de la humanidad y ha ayudado con ello al Señor a llevar esta carga; o mejor dicho, es Cristo-Cabeza, quien expía el pecado en estos miembros de su cuerpo místico que se ponen a disposición de su obra de redención en cuerpo y alma”[11]
Ella misma nos anima en este caminar, “Cristo ofreció su vida para abrir a los hombres las puertas de la vida eterna, más, para ganarla, hay que renunciar a la terrena. Hay que morir con Cristo y con El resucitar; morir con la muerte del sufrimiento que dura toda la vida, con la negación diaria de sí mismo y, si se tercia, con la muerte sangrienta del martirio por el Evangelio.”[12], una búsqueda incansable de la verdad, una renuncia diaria de si mismo, y un cargar la cruz con Cristo es el testamento de amor que nos deja nuestra Santa.
Deseo terminar esta reflexión con las palabras del Santo Padre Juan Pablo II en ocasión de la canonización de Edith:
“Que la nueva santa sea para nosotros un ejemplo en nuestro compromiso al servicio de la libertad y en nuestra búsqueda de la verdad. Que su testimonio sirva para hacer cada vez más sólido el puente de la comprensión recíproca entre los judíos y los cristianos.
¡Tú, santa Teresa Benedicta de la Cruz, ruega por nosotros! Amén.
[1] Cfr. Lev 16,16-17
[2] La oración de la Iglesia, en Obras 402.
[3] MISA DE CANONIZACIÓN DE LA BEATA TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ “HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II”
[4] Mt 24,45
[5] Cartas 63.
[6] MISA DE CANONIZACIÓN DE LA BEATA TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ “HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II”
[7] Como llegué al Carmelo de Colonia, en Obras 195-196.
[8] Lc 23,26
[9] Carta Navidad 1932, en Cartas 143.
[10] MISA DE CANONIZACIÓN DE LA BEATA TERESA BENEDICTA DE LA CRUZ “HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II”
[11] Amor por la cruz, en obras 259.
[12] Amor por la cruz, en obras 116