Los católicos solemos decir que en la actualidad nos resulta difícil encontrar un tiempo exclusivo para nosotros y, más aún, destinar un tiempo especial para la oración, porque las exigencias del mundo actual no nos permiten tener un respiro y nos obliga a relegar nuestra oración.
Sin embargo, podemos cambiar esta afirmación. No hay en el mundo un lugar o una actividad que escape de la oración, porque, según la experiencia de Santa Teresa de Jesús, “está Dios en todas partes” (V. 22, 1; C. 28, 2) y en todas partes ella lo ha tenido (V. 3, 3). Por tanto, todos tenemos la posibilidad de redescubrir a Dios en cada segundo de nuestro diario vivir y entrar en íntima relación de amistad con él por medio de la oración.
Si nos preguntamos en qué consiste la oración, podemos responder que, según Santa Teresa de Jesús, “no es otra cosa oración mental, a mi parecer, sino tratar de amistad estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama” (V 8, 5). En esta definición, la Santa nos muestra la posibilidad que tenemos para conectarnos con nuestro Criador en un trato de amistad, o sea, en un encuentro y relación entre dos personas: Dios y yo, Dios y tú, Dios y nosotros. En este encuentro de tú a tú con Dios, Santa Teresa enfatiza la experiencia del amor de Dios en tanto que el trato en la oración es “con quien sabemos nos ama”.
El descubrirnos primeramente amados y mirados por Dios nos da la posibilidad de situarnos en su presencia con toda confianza filial, de tender puentes para hablar y relacionarnos con Él como amigos, y, más aún, de ver, sentir y reconocer en nuestro interior su amor.
Orar es hablar con Jesucristo que nos ama y habita: «Si hablare, procurar acordarse de que hay con quien hable dentro de sí mismo. Si oyere, acordarse que ha de oír a quien más cerca le habla» (C 29,7). Pero la oración no se reduce a esta comunicación y diálogo con Jesús en la propia interioridad.
En la oración, podemos volcar nuestra mirada hacia Dios, mirarlo con fe fuerte, mirarlo con alegría y esperanza, mirarlo con el extremo amor con que Él nos ama (Jn. 13, 1) y con el que nos mira. Dice la Santa: «No os pido ahora que penséis en Él… no os pido más de que le miréis… Mirad que no está aguardando otra cosa… sino que le miremos. Como le quisiereis, le hallaréis» (C 26,3). Jesús no espera “otra cosa” sino nuestra mirada orante. Orar es mirarlo, es hallarnos con él en su mirada de amor y es hallarlo en nuestra mirada de fe.
La mirada de amor contemplativa es con la que hemos de responder a su mirada de mayor amor (Jn. 15, 13) hacia cada uno de nosotros, sus amigos, así como él mismo responde a nuestra mirada: «Si estás alegre, míralo resucitado; que sólo imaginar cómo salió del sepulcro te alegrará… Si estás con trabajos o triste, míralo camino del huerto… Te mirará Él con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas, y olvidará sus dolores por consolar los tuyos, sólo porque te vayas con Él a consolar y vuelvas la cabeza a mirarlo» (C 26,4-5).
En este entrecruce de amorosa mirada, podemos descubrirnos amados por Él y reconocer que, en nuestro diario vivir, Él está presente y actuante mirándonos con amor, porque Dios está constantemente unido a nosotros a pesar de nuestras bajezas, e, incluso, a pesar de nuestros pecados o infidelidades a su amor. Orar es saber que, a pesar de nuestras acciones, Él nos mira con amor; es experimentar su amor que nunca disminuirá porque Él nos ama con amor eterno (Jr. 31, 3).
Nuestra oración no debe limitarse a un trato íntimo con Dios, porque, en la relación de amor entre Dios y nosotros, estamos llamados a obedecerlo “en cosas exteriores” y a descubrir que “entre los pucheros anda el Señor ayudándonos en lo interior y exterior” (F 5,8). No hay actividad en nuestro diario vivir que escape de la presencia divina, y nuestra misión es descubrir a este Dios que nos ama y acompaña: en el trabajo, en el descanso, en el juego, en la aflicción, en la desesperanza, en la muerte…
Reconocer la presencia de Dios, en cada momento vivido, es una gracia del cielo; es aceptar que lo que pasa en nuestras vidas, es una gracia divina. La presencia de Dios, experimentada en la oración, nos permite aceptar con optimismo los trabajos, las tribulaciones, las enfermedades, el sufrimiento y hasta la muerte. Orar es reconocer que hay algo más fuerte que el sufrimiento: el amor, y que Dios nos da la fortaleza para sufrir las adversidades, “conforme al amor que nos tiene… A quien le amare mucho, verá que puede padecer mucho por El”. Por eso, Santa Teresa concluye: “Tengo yo para mí que la medida del poder llevar gran cruz o pequeña es la del amor” (C. 32, 7). Orar es amar y llevar la cruz de cada día desde la unión de voluntades con Dios.
De esta manera, orar es descubrir que la amistad, la cercanía y el amor de Dios que nace en nuestro interior, puede trasladarse a nuestra rutina y actividades de cada día, porque “obras quiere el Señor” (5M. 3, 11). Así, el fruto de la oración es el mayor servicio de Dios y del prójimo, puesto que “Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras.” (7M. 4, 6).
El Dios, Trascendente y Eterno, que nos habita y con quien tratamos en la oración, nos hace salir de nosotros y nos envía a vivir, actuar y ser parte de la sociedad y del mundo. Es por eso que estamos llamados a cultivar nuestro interior, si deseamos cambiar el mundo, porque el desarrollo espiritual de la interioridad es una condición para activar la transformación personal y relacional, social y global. Si nos descubrimos habitados por Dios, si vivimos en unión de voluntades con él y si nos determinamos a actuar con la fuerza de ese amor que él derrama en nuestros corazones (Rm. 5, 5), podríamos obrar las relaciones personales, familiares y sociales según el amor de Dios y, así, construir un mundo más humano.
Por tanto, orar, viviendo desde nuestra interioridad habitada por Dios y abierta a las obras de amor para con el prójimo, es el llamado que hoy nos hace y nos exige este mundo lleno de conexiones exteriores, y ha de ser la necesidad que nace en el corazón de cada cristiano. Si queremos transformar el mundo, haciéndolo más conforme a la voluntad de Dios, estamos llamados a tratar de amistad con Él muchas veces, cada día.
¿Nos determinamos a ser personas más orantes?
Para compartir y reflexionar
¿Has descubierto que la oración es ante todo una experiencia de amor?
¿También crees que solo seremso capaces de transformar el mundo transformando nuestra interioridad?
Me gustó mucho el articulo ¡felicitaciones! creo ciertamente que el cambio interior repercute en nuestras vidas y en la de los demás. El amor salvará al mundo porque tiene un poder transformador. 😀