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¡Levántate! Tu Padre espera por ti – IV Domingo de Cuaresma

Cuando empecé a escribir este artículo, me sentí interpelada a reflexionar cuántas veces había leído o escuchado la parábola del hijo pródigo. La respuesta fue contundente: cientos de veces. Una frecuencia que hizo relucir 32 años de mi vida en que el texto bíblico solo fue algo rutinario, distante y pasajero.


Hoy la historia es diferente. Como Job, reconozco que “hablé sin inteligencia de cosas que no conocía, de cosas extraordinarias, superiores a mí”. Aquello que “solo conocía de oídas, ahora lo han visto mis ojos” (Job 42, 3 – 5).


Sí, puedo decir con certeza y con el alma rebosante de alegría: ¡yo soy el hijo pródigo! Me levanté de mis comodidades, de mis malas decisiones, del tiempo malgastado y regresé hace 12 años a los brazos del Padre que esperaba por mí. Desde entonces he experimentado la locura de su amor y la ternura de unos besos misericordiosos que hacen arder en el corazón deseos de no ofenderle más y de no apartarme ya de su presencia.


No voy a decir que el camino ha sido fácil. Es un perseverar y aprender cada día a sortear obstáculos, reconocer errores, superarse a uno mismo y no dejarse desanimar por esos hermanos mayores en la fe que les cuesta comprender que el Señor nos llama a todos a tiempo y a destiempo. Sin importar a qué hora del día sea nuestra respuesta, todos recibimos la misma herencia: su amor.


Jesús nos llama a la reflexión


Este IV domingo de Cuaresma es tiempo propicio para interiorizar el mensaje que Jesús quiere darnos a través del Evangelio. Como diría Santa Teresa de Jesús: “Andar en verdad”, reflexionando en qué personaje de esta historia nos estamos viendo reflejados.


¿Cuál de ellos se convierte para nosotros en una lección de vida conforme o distante a la voluntad de Dios? ¿El padre paciente que escucha, perdona, se conmueve hasta las entrañas y acoge sin preferencias, sin reproches? ¿El hijo pródigo capaz de reconocer sus fragilidades y equivocaciones; con hambre y sed de Dios? ¿El hermano mayor que se indigna ante la alegría y las bendiciones que recibe su hermano, ya sea en el trabajo, en la familia, en su apostolado, en la comunidad, optando por darle el control al enojo y a la envidia que destruyen y corroen al alma?


No nos quedemos como simples espectadores, ajenos a participar del plan de Dios en nuestra vida. Abramos el corazón para gozar aquí en la tierra los tesoros del Cielo. Es tiempo de volver a Dios… es tiempo de regresar a la Iglesia y renovar nuestra fe. Celebremos juntos el banquete del Señor; la alegría de la resurrección interior.





Sigue el camino de regreso a casa


1. Reflexiona. Cuando hemos emprendido el camino fácil y cómodo, la felicidad se despilfarra con rapidez. Nada logra saciar el hambre espiritual ni la sed de plenitud. Entonces comprendemos que para regresar al Padre hay que desandar el camino y emprender rumbo hacia el interior de nosotros mismos, donde nos hemos de conocer y reconocer desde la mirada de Jesús. Fuera de Él “no hallaremos seguridad ni paz”. Nos resalta Santa Teresa:


“Que se deje de andar por casas ajenas, pues la suya es tan llena de bienes, si la quiere gozar; que quién hay que halle todo lo que ha menester como en su casa, en especial teniendo tal huésped que le hará señor de todos los bienes, si él quiere no andar perdido, como el hijo pródigo, comiendo manjar de puerco” (2M, 4).

2. Toma la decisión. No basta con recapacitar sobre nuestros actos. Hay que determinarnos a dejar que el amor de Dios nos transforme; tomar la decisión diaria de hacer la parte que nos corresponde, tal como lo hizo el hijo pródigo: “Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre”. ¿Qué implica? Desacomodarnos, dejando de lado lo que nos esclaviza.


3. Acércate al Sacramento de la Confesión. Siempre me enseñaron que aceptar los errores es de sabios, así como lo es dejar de culpar a otros por lo que nos pasa. ¡Cuánta falta nos hace ejercitarnos en la humildad y rendir el corazón a Dios con arrepentimiento sincero! “Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.


Antes de finalizar la Cuaresma para hacer vida en nosotros el Misterio Pascual, acerquémonos al Sacramento de la Confesión y recuperemos la alegría perdida por estar lejos de Dios. Santa Teresita nos describe con dulzura esa maravillosa experiencia de abandonarnos en la misericordia del Padre: “Después de todas sus travesuras, el pajarillo, en vez de esconderse en un rincón para llorar su miseria y morirse de arrepentimiento, se vuelve hacia su amado Sol, expone a sus rayos bienhechores sus alitas mojadas. gime como la golondrina y, en su dulce canto, confía y cuenta detalladamente sus infidelidades, pensando en su temerario abandono adquirir así un mayor domino, atraer con mayor plenitud el amor de Aquel que no vino a buscar a los justos sino a los pecadores” (Historia de un Alma, Manuscrito B).


4. Rinde tu voluntad a la voluntad de Dios y empieza un proceso de conversión. Decir “trátame como a uno de tus jornaleros” es clamar al Padre que se haga su voluntad y no la nuestra. Es permitirle obrar sin poner condiciones. Morir a nosotros mismos para nacer a una vida nueva en Cristo. ¿Cómo hacer la voluntad de Dios? Con pequeños actos de amor: perdonar y perdonarnos, sanar las heridas, acoger, obedecer, regocijarnos en la verdad, servir con generosidad, siendo instrumentos de paz.


5. Déjate restaurar por Dios. Lo primero que hace el Padre cuando su hijo regresa a casa es devolverle la dignidad. Ese es su deseo expresado en la parábola: “Traigan el mejor vestido y pónganselo. Colóquenle un anillo en el dedo y traigan calzado para sus pies”. Déjate tomar de su mano, renueva en Él la alianza de amor para que vivas a imagen y semejanza suya.


6. Persevera. En la Biblia, la palabra perseverar significa permanecer firme en el compromiso de ser fiel al proyecto de Dios a pesar de la tentación, de la persecución, de la oposición o la adversidad. No te rindas ni te aflijas si las cruces de cada día te hacen caer una y otra vez. Jesús te dice: “Ánimo. ¡Levántate!” Tu Padre espera por ti.






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