"Creciendo en Dios, madurando en la vida"
- jfarteaga25
- 16 jun
- 6 Min. de lectura
El desarrollo y los frutos de la vida espiritual se manifiestan a través del crecimiento y la maduración en todas las dimensiones de la existencia del creyente. A esto nos invitan, por ejemplo, las parábolas del crecimiento que encontramos en el capítulo trece del Evangelio según san Mateo. De forma similar, san Pablo, al referirse a la caridad, nos habla del paso de la inmadurez a la plenitud:
“…y cuando llegue lo perfecto, lo que es limitado desaparecerá. Cuando era niño,
hablaba como niño, pensaba y razonaba como niño. Pero cuando me hice hombre,
dejé de lado las cosas de niño.” (1Co 13,10-11).

Desde esta perspectiva, podemos preguntarnos: ¿La formación espiritual que recibo o la experiencia de fe que vivo me está ayudando verdaderamente a crecer? Más aún, ¿qué aspectos de mi vida necesitan madurar? ¿Qué elementos de la vida espiritual me conducen a un crecimiento auténtico, tanto personal como en mi relación con Dios y con los demás?
Toda propuesta de espiritualidad debe servir como impulso para que las personas desarrollen su potencial, respondiendo a la invitación de Dios en la creación: “Crezcan…” (Gn 1,28).

Pero, ¿qué entendemos por “crecer”? El crecimiento es un proceso dinámico mediante el cual el ser humano desarrolla todas sus capacidades. Es lo que vemos en el encuentro de Jesús con Pedro, cuando, según san Lucas, le revela su vocación: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres.” (Lc 5,10). Jesús ve en Pedro no solo lo que es, sino lo que puede llegar a ser; descubre su potencial y lo llama a crecer.[1]
Este desarrollo humano, siempre en camino hacia la plenitud, parte de una certeza fundamental: Dios es bueno, nos precede con su amor y acompaña nuestra vida hacia su realización. Es la confianza básica que debe animar nuestra existencia, como lo expresa J.A. García: “Soy amado, por eso existo”[2]. Y precisamente porque somos amados, tenemos también la capacidad de amar, y así dar sentido a nuestra vida.
Este amor fundante nos permite vivir en un estado de crecimiento constante, tal como nos exhorta san Pablo:
“Así dejaremos de ser niños, sacudidos por las olas y arrastrados por cualquier viento
de doctrina, a merced de la malicia de los hombres y de su astucia para inducir al
error. Por el contrario, viviendo la verdad en el amor, crezcamos en todo hasta llegar a
aquel que es la Cabeza: Cristo. De él, todo el cuerpo, bien coordinado y unido por la
actividad de cada uno de sus miembros, según la función que le corresponde, realiza
su crecimiento para edificarse en el amor.” (Ef 4,14-16).
Si el crecimiento nace de la certeza de sabernos amados por Dios, entonces este proceso se vive desde la relación personal con Él, quien es Señor y dador de vida. Es una relación de amistad que nos permite reconocernos aceptados tal como somos, al mismo tiempo que nos impulsa a transformarnos en aquello que estamos llamados a ser.
Este camino de crecimiento se da también en comunión con nuestra realidad y nuestro mundo, que se nos presenta como un don. Nuestra entorno y las relaciones que én él vivimos, son el espacio donde podemos desplegar nuestra creatividad y asumir el compromiso de promover la vida en todas sus formas.
Por ejemplo, una madre o un padre de familia crece espiritualmente al descubrir en la crianza de sus hijos una oportunidad para amar de manera incondicional, cultivar la paciencia, educar en la fe y transmitir valores con su ejemplo.
Un profesional de la salud, al cuidar con dedicación a sus pacientes, vive su trabajo como una vocación de servicio, promoviendo la dignidad de la vida humana, especialmente en quienes sufren.
Una docente que educa con pasión y compromiso, no solo transmite conocimientos, sino que contribuye a formar personas libres, conscientes y solidarias, sembrando esperanza en las nuevas generaciones.
También, una persona que vive en un contexto social difícil, al involucrarse en proyectos comunitarios, voluntariados o en iniciativas de justicia social, transforma su entorno y su propia vida, descubriendo que su historia tiene sentido cuando se pone al servicio de los demás.
Incluso en la vida cotidiana, cuando perdonamos una ofensa, buscamos reconciliarnos con alguien, o damos un paso para salir de nuestro egoísmo y prestar atención al que sufre, estamos ejerciendo nuestra libertad creativa en favor de la vida, y crecemos como personas y creyentes.
Así, cada situación —ya sea familiar, laboral, social o incluso de sufrimiento— puede convertirse en un espacio privilegiado para crecer en humanidad y en comunión con Dios, si lo vivimos desde una actitud de fe, apertura y compromiso.
Por otra parte, entender el crecimiento como sinónimo de maduración implica emprender un camino de reconciliación e integración con nuestra historia y nuestras circunstancias, saber interpretar lo que vivimos y dar significado o resignificar los acontecimientos, las cosas que nos pasan y las que nos atraviesan. Es un proceso en el que desarrollamos nuestra identidad personal y nos disponemos al servicio de la comunidad, contribuyendo a la transformación del mundo desde lo que somos, amando como hemos sido amados.
Por ejemplo, una persona que ha vivido una infancia difícil, marcada por carencias afectivas o conflictos familiares, puede madurar espiritualmente al reconciliarse con su pasado. Al aceptar su historia, en lugar de negarla o resentirse, comienza a sanar y a descubrir en su experiencia una fuente de comprensión y empatía hacia otros que también sufren.
Un joven que ha cometido errores o ha tomado malas decisiones puede, con ayuda de la fe y del acompañamiento adecuado, reinterpretar su pasado como un punto de partida para construir algo nuevo. Al integrar lo vivido y aprender de ello, se abre a una vida más auténtica, convirtiéndose incluso en testimonio para otros.
También, una persona que ha perdido a alguien querido, al atravesar el duelo, encuentra sentido al dolor desde la esperanza cristiana. Esta experiencia, cuando es asumida con fe, la transforma en alguien más compasivo y disponible para acompañar a quienes sufren.
Un profesional que en algún momento vivió una crisis vocacional o se sintió frustrado por no alcanzar ciertos objetivos, puede redescubrir su propósito al reenfocar su trabajo como un medio para servir y aportar al bien común, más allá del reconocimiento o el éxito.
En todos estos casos, la persona no se queda atrapada en sus heridas, sino que las transforma en fuente de crecimiento y servicio. Así, amar como hemos sido amados significa vivir desde la reconciliación con nuestra historia, y desde ahí, ofrecer lo mejor de nosotros mismos a los demás.
El crecimiento debe abarcar todas las dimensiones de la persona: física, psicológica, espiritual, así como todos los ámbitos donde el creyente se desenvuelve: familiar, laboral, social. Por eso, podemos afirmar que una auténtica relación con Dios y una fe vivida con profundidad implican necesariamente el crecimiento integral del ser humano.
No obstante, debemos reconocer que este crecimiento es, al mismo tiempo, limitado y abierto. Existen múltiples condicionamientos que pueden obstaculizar nuestra maduración. Ser conscientes de ellos es clave para poder gestionarlos de manera saludable. Además, nunca llegamos a crecer del todo; siempre hay nuevas áreas que podemos desarrollar, nuevos aprendizajes que integrar.
Preguntémonos a la luz del Espíritu Santo: ¿Hacia dónde me está invitando el Señor a crecer y madurar? Santa Teresa de Jesús lo expresa con claridad:
“…si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas, siempre os quedaréis enanas; y
aun plega Dios que sea sólo no crecer, porque ya sabéis que quien no crece,
descrece; porque el amor tengo por imposible contentarse de estar en ser, adonde le
hay.” (7 Moradas 4,9).
Es decir, si una persona no se esfuerza por crecer espiritualmente, corre el riesgo no solo de estancarse, sino de retroceder.
Cada persona tiene su propio ritmo y proceso de crecimiento. Aprender a tener paciencia con estos procesos es fundamental para poder avanzar con realismo y fidelidad al camino que Dios propone.
Del mismo modo, vivir atentos a las inspiraciones del Espíritu Santo nos conduce a la plenitud del amor. Tomar decisiones en unión con Él, contando con su presencia, nos lleva a la vida.
Algo esencial se pierde cuando nos desconectamos del deseo profundo de vivir y crecer. Por eso, vale la pena preguntarnos:
¿Cómo ha sido mi proceso de crecimiento en las diferentes áreas de la vida?
¿Hacia dónde me invita el Señor a madurar?
¿Qué situaciones están ralentizando mi desarrollo humano y espiritual?
¿Qué pasos puedo dar, con su gracia, para superarlas? Fr. José Arteaga OCD
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[1] Cf. ESTEVEZ Elisa, Encuentro con Jesús, Seminario Ruaj, p. 9.
[2] GARCÍA José Antonio, Ventanas que dan a Dios. Experiencia humana y ejercicio espiritual, Sal Terrae, Santander 2010, p. 31.
Otras referencias bibliográficas:
José Antonio García Monge, Treinta Palabras para la madurez, Descleé de Brouwer, Bilbao 2020, 244 pp.
Lola Arrieta, Itinerarios en la formación, Instituto Teológico de Vida Religiosa, Vitoria 2007, 157 pp.
Simone Pacot, Vuelve a la vida, Narcea, España 237 pp.
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