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Mariam, fecundidad de "la pequeña nada"


¿Te has acercado a conocer la vida y las enseñanzas de Santa María de Jesús Crucificado? Yo tuve la oportunidad de acercarme a ella y descubrir este tesoro escondido de Tierra Santa, del Carmelo Descalzo y de nuestra Iglesia, luego de la pandemia. Su historia llegó a mí como una epifanía y desde ese momento me he dejado sorprender e interpelar por la grandeza de su pequeñez.


Ella, Mariam en árabe o Miriam en hebreo, se llamaba a sí misma “la pequeña nada” o una simple “mota de polvo”. Yo la comparo con un grano de mostaza que, tomando de referencia el Evangelio (Mt 13, 31 - 32), me lleva a interiorizar que Dios la cogió en sus manos y la sembró en su campo. “Es la más pequeña de las semillas, pero cuando crece, se hace más grande que las plantas del huerto”.


Y esa grandeza, la santidad de Mariam, no se fundamenta en las gracias extraordinarias que Dios le concedió (estigmas, éxtasis, levitaciones, bilocación, profecías, transverberación, posesión angelical y diabólica, entre otras tantas). Como digna hija de San Juan de la Cruz, escribirá el padre Jean Gabriel Rueg OCD, “María fue consciente de que todos estos dones no eran nada sin amor”.


Así lo confirmará Santa María de Jesús Crucificado en sus propias palabras:


“No son las grandes cosas las que hacen merecer el cielo (…) Lo esencial es aceptar todo lo que el Señor nos envíe, con amor y con entera conformidad a su voluntad (…) Tampoco consiste solo en rezar, ni en tener visiones o revelaciones, ni en la ciencia del bien hablar, ni en llevar silicios o hacer penitencias. La santidad consiste en crecer en la humildad (…) La fe nos basta. En ella no hay orgullo (…) Valoro tanto la gracia de ser pobre e ignorante, pues esta me hace comprender la bondad y la misericordia de Dios que, siendo grande, quiere ocuparse de mí”.


Esa fe comparable al grano de mostaza, como lo reflexionaba el papa Francisco en el Ángelus del 6 de octubre de 2019, “es una fe que no es orgullosa ni segura de sí misma. Es una fe que en su humildad siente una gran necesidad de Dios y, en la pequeñez, se abandona con plena confianza a Él. Es la fe, la que nos da la capacidad de mirar con esperanza los altibajos de la vida, la que nos ayuda a aceptar incluso las derrotas y los sufrimientos, sabiendo que el mal no tiene nunca, no tendrá nunca la última palabra”.



“Antes de que tú nacieras, yo te consagré”

Mariam era natural de Galilea y su nacimiento fue respuesta divina, luego de la peregrinación de 170 kilómetros que sus padres George Baouardi y Marie Chahyn hicieran desde Abellín a Belén para implorar la bendición de una niña, después de la pérdida prematura y desgarradora de doce hijos.


Así decía Marie a su esposo: “Vayamos a Belén a pie para pedirle descendencia a la Santísima Virgen y hagamos una promesa. Si escucha nuestras oraciones y nos concede una hija la llamaremos María, y al Señor le ofreceremos por esta bendición una cantidad de cera igual a su peso cuando tenga tres años”. La Virgen escuchó sus ruegos y Mariam fue concebida en el seno materno.


Me parece escuchar para ella la palabra que Dios revela a Jeremías: “Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocía; antes de que tú nacieras, yo te consagré, y te destiné a ser profeta de las naciones” (Jer 1,5). Su padre, en su lecho de muerte, también la consagró a San José.


No había cumplido los tres años cuando la pequeña arabita, como se le conoce de cariño porque era menuda y de baja estatura, recibe de Dios una corona de gracias extraordinarias y en su corazón empiezan a gestarse anhelos de cielo. Solo pensaba en Dios y para buscarle se alejaba del ruido y de la gente, dejándose seducir por la soledad para encontrarse con Aquel que la miraba y la hería de amor.


Una anciana de Abellín recordaba tiempo después: “Mariam iba a la iglesia, apartándose de los niños de su edad. Se colocaba junto al baptisterio, besaba la tierra y rezaba arrodillaba en el suelo”.


Era tal su necesidad de permanecer en Jesús que a los ocho años añoraba recibir la Eucaristía: “¿Cuándo podré ir hacia Ti, mi Jesús? ¿Cuándo podré dejar que entres en mi corazón? ¡Pobre de mí! Solo tengo ocho años y la Primera Comunión es a los doce. ¡Cuatro años de espera es demasiado! Date prisa, Jesús. Has que la hora llegue pronto. ¡Desciende rápido a mi alma!”. El divino Maestro también dejaba escuchar Sus deseos en los acontecimientos de la vida de Mariam:


“Si me entregas tu corazón, yo estaré siempre contigo”.

“¡Qué amorosas son sus caricias!” (Cant 4,10). Jesús le pertenecía y ella le pertenecía a Jesús como la novia del Cantar de los Cantares: “Yo soy para mi amado y su deseo tiende hacia mí” (Cant 7, 11). Fue ante el Santo Sepulcro de Jerusalén que la arabita hizo voto de virginidad y consumó su desposorio con Jesús. En su interior todo rebozaba siempre de alegría por el Señor y su voz se alzaba para glorificarlo: “He encontrado la dicha de mi corazón al encontrar a mi Creador! El Todo es suficiente, no hace falta nada más sobre la tierra, mi corazón está lleno, llenísimo (…) Dichoso el corazón que te busca, ¡Señor, su corazón se estremece!” (…) Muéstrame tus preceptos, por ti seré fiel (…) Márcame el camino, tú me protegerás”.



“Confía en el Señor”

Las pruebas de la vida llegaron para Mariam a muy temprana edad: la muerte de sus padres, la separación de su único hermano Pablo, persecuciones, martirio, exilio, incomprensión, calumnias, humillaciones, maltrato, tentaciones, enfermedades, sufrimiento.

Sin embargo, sabía muy bien que no existe camino hacia Dios sin abrazar la cruz y esto le hacía apresurar los pasos para corresponder al divino Maestro amor por amor. Solía decir: “Porque solo soy una pequeña nada… Jesús será mi luz. Jesús escoge a los débiles y me ha escogido a mí que soy débil (…) Yo aseguro delante de Dios, delante de los hombres, delante del universo entero que prefiero ser despreciada y sufrir en aceite hirviente en el infierno, si hace falta, con Jesús, que ser la reina de todos los reinos sin Jesús”.


En la arabita se cumplía a plenitud lo que experimentó San Pablo: “Con mucho gusto me preciaré de mis debilidades, para que me cubra la fuerza de Cristo. Por eso acepto con gusto lo que me toca sufrir por Cristo: enfermedades, humillaciones, necesidades, persecuciones y angustias. Pues si me siento débil, es cuando soy fuerte” (2 Co 12, 9 -10). Su única fuerza y seguridad fue Jesús. Lo demás eran cosas y circunstancias pasajeras, efímeras, que no guiaban el curso de su vida. Toda su historia, cada decisión, cada pensamiento, cada dolor encontraba su reposo en la voluntad de Dios:


“Señor mío, uno mis sufrimientos a los de Jesús en el Huerto de los Olivos, allí donde sangró y dijo: «Padre mío, apartad de mi este cáliz, más no se haga mi voluntad sino la vuestra»”. Ofrezco mis sufrimientos por los pecadores y por la Iglesia. ¡Bendito seas, mi Señor!”. Una de las enseñanzas que recibe santa María de Jesús Crucificado de la misma Virgen María es que debía huir de la tristeza, a pesar de los sufrimientos que pudiera padecer, pues Dios, con su infinita bondad, le proveería todo lo necesario. Por eso, “la pequeña nada de Jesús” aprendió con entereza a aceptar con paz todos los acontecimientos de la vida sin hacerse proyectos, sino viviendo cada momento en presencia del Señor, como si fuera el único instante que tenía para amarle.

A lo largo de su existencia, todo lo resistió en Cristo: Mi alma derrochaba alegría. Mi coraje crecía con cada prueba a la que me enfrentaba, pues me decía que mis sufrimientos no eran comparables a los de Jesús (…) Soy pobre y también huérfana, pero el buen Dios nunca me ha dejado sin lo necesario. No deseo las riquezas de la tierra, me bastan los bienes del cielo”.



“La humildad tiene la luz de Dios”

Nuestra santa no fue a la escuela y tampoco aprendió a leer y escribir correctamente. En aquellos tiempos, las niñas de Palestina no debían aprender más que los trabajos de la casa y prepararse para el matrimonio a partir de los doce años. Aun así, como hizo referencia sobre ella el papa Francisco, pese a ser analfabeta, Mariam “supo dar consejos y explicaciones teológicas con extrema calidad, fruto del diálogo con el Espíritu Santo”.


Así también lo expresó, el 13 de noviembre de 1983, el santo papa Juan Pablo II durante la homilía de la misa de beatificación de nuestra carmelita descalza: “La vida entera de la pequeña árabe es fruto de aquella “sabiduría” evangélica con la que Dios se complace en enriquecer a los humildes y a los pobres, para confundir a los poderosos. Dotada de grande limpidez de alma, de una ardiente inteligencia natural y de la fantasía poética característica de los pueblos semíticos, la pequeña María no tuvo la oportunidad de acceder a altos estudios, pero esto no le impidió, gracias a su eminente virtud, llenarse de aquel “conocimiento” que tiene el máximo valor: el conocimiento del Misterio Trinitario”.


Mariam estaba en Dios de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Todo en ella se movía por inspiración divina. Su corazón latía al unísono con las mociones del Espíritu Santo, que le hacían reconocer su debilidad y su pobreza. Entre más le confiaba el Señor, más pequeña se hacía. ¡Cuánto amaba pasar desapercibida, no ser nada! ¡Cuánto bien hacia a los suyos haciendo las tareas más desagradables! No tenía nada, pero con Dios lo tenía todo. Por eso compartía lo poco que poseía con el hambriento y el sufriente. Nada se guardaba para sí. Nunca se dejó tentar por la vanidad ni guardó rencor; por el contrario, respondía al mal con el bien.


En su libro “Mariam, una santa palestina”, el padre Pierre Estrate narra que “por humildad siempre pidió continuar siendo hermana conversa; por humildad siempre se dedicó a las peores tareas; por humildad solo deseó persecuciones, menosprecios y calumnias. Le hubiera gustado solo ser vista y conocida por Dios”.


Cada vez que tenía la posibilidad de dar un consejo a sus hermanas de comunidad, ella decía: “Sean pequeños, pequeños como una lombriz, pero como una lombriz bajo la tierra. Otros animales devoran o pisan a las lombrices que están sobre la tierra; sin embargo, la lombriz que está bajo tierra vive a salvo de todo peligro”.


Durante sus éxtasis exclamaba: “El alma despreciada y humillada atrae las miradas del Altísimo”. “¿A quién honra el Señor? ¡A la humildad!”. “Si un alma gana el corazón de Dios, ¿qué le importa todo el universo? Y aunque todos los reyes de la tierra estén con ella, si ella no tiene a Dios, ¿de qué le sirve el resto?”.

En otra ocasión expresaba en las lecciones que daba: “La humildad tiene la luz de Dios, permite que veamos a Dios. Si caes en el pecado vuelve a levantarte con la cabeza baja. Dichoso el hombre que busca la inferioridad, pues ni el infierno entero podría estremecerle (…) La humildad encuentra la dicha en el menosprecio, en no tener nada, no se ata a nada, no le importa nada. La humildad es dichosa, la humildad es feliz, está bien en todas partes, la humildad está satisfecha con todo. La humildad lleva en su corazón al Señor dondequiera que se halle. ¡La humildad es el reino del corazón de Dios! Hay que trabajar para conseguirla, hay que sembrarla para que Dios la dé. No solo hay que decir: «Dádmela, Señor», sino que hay que sembrarla y trabajarla”.



Apóstol del Espíritu Santo

De Mariam se asegura que vivía del Espíritu Santo y que la clave para entrar en su interior estaba en su entrega a la acción de esta Fuente de paz y luz. Esta devoción marcó su vida espiritual y la recomendaba. Estaba convencida que no se imploraba suficientemente su presencia. Por esta razón se desconocía la verdad y no se sabía discurrir dónde estaba el error para evitarlo. Entonces surgía la desunión, la falta de fraternidad y de caridad, la tibieza.


A su vez, la carmelita comprendió que el secreto del amor está en amar y servir al otro, pero esto no puede ser posible si nuestro ser es el centro de nuestros intereses. Esto la impulsó a pedir ayuda al Espíritu Santo para ser pulida y purificada y dar de sí, aquello que Jesús desea.


Hoy tampoco podemos quedarnos dormidos ante la presencia del Espíritu Santo que ya mora en nosotros. El mundo necesita de su presencia para derribar tantos muros que nos separan, para hacer nuevo aquello que por nuestras acciones se va deteriorando. ¿Quieres tomar las mejores decisiones? Pide la luz del Espíritu Santo. ¿Quieres educar a tus hijos con sabiduría? Clama la guía del Espíritu Santo sin cesar. ¿Quieres cultivar en ti las virtudes? Permanece en su presencia e irás por buen camino.


Si no sabes cómo dirigirte a Él, aprovecha este instante y deja que la oración de Mariam sea la tuya: “Ven mi consuelo; ven, mi alegría; ven, mi paz, mi fuerza y mi luz. Ven, dame la luz para encontrar la fuente donde pueda saciar mi sed. Fuente de paz y luz ven a alumbrarme. Tengo hambre, ven a darme de comer, tengo sed, ven a darme de beber; soy ciega, ven a enriquecerme; no sé nada, soy una ignorante, ven a instruirme. Espíritu Santo me abandono entre tus manos”. Descansa en Él. “Si me abandonas seré como la ceniza que no da ningún fruto. Pero si permaneces a mi lado, me convertiré en tierra fértil, en tierra fecunda que da buenos frutos”.

Bibliografía

ESTRATE, Padre Pierre: "Mariam, una santa palestina". Vida de María de Jesús Crucificado, OCD.


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