Colombia fue uno de los primeros países consagrados al Sagrado Corazón de Jesús. Lo hizo el 22 de junio de 1902 durante la Guerra de los Mil Días, una época de dura confrontación política, destrucción y muerte que llevó a buscar en lo divino la paz que no da el mundo.
Desde entonces muchos hogares entronizaron al Amor: en las paredes de salas, comedores o habitaciones se abrió espacio a la presencia del Sacratísimo Corazón.
Se hizo con cuadros de diversos tamaños que tenían la imagen de Jesús; en algunos de ellos con su mano izquierda invitando a centrar la mirada de las familias en su Corazón traspasado: fuente de vida y misericordia para todos; morada santa del encuentro donde se sacia la sed del hombre y la de Dios.
Esa imagen es la que me acompaña y contemplo mientras voy escribiendo las líneas de este texto para exaltar el culto de latría al Sagrado Corazón de Jesús. Culto, adoración, comprendiendo que no podemos ir a Él como si nos moviera una devoción más. De ser así corremos el riesgo de quedarnos en la superficie, sin entrar en una experiencia profunda de interioridad que nos lleve a una comunión permanente con Cristo para imitarlo y transformar nuestra vida desde su manera de pensar, sentir, obrar, decidir, amar. En ese caso, como diría Santa Teresa: “De devociones a bobas, líbranos, Señor”.
Por eso, qué bien nos hace en este punto traer a la memoria el pensamiento del papa Pío XI, plasmado en su Encíclica Miserentissimus Redemptor, para acercarnos a las delicias que divinizan nuestra humanidad: “El culto al Sagrado Corazón es un medio más suave de encaminar las almas al profundo conocimiento de Cristo Señor Nuestro y el medio más eficaz que las mueve a amarle con más ardor y a imitarle con mayor fidelidad y eficacia”. ¿Cuál es el fundamento de sus palabras? Las enseñanzas del Maestro: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29).
El Corazón de Jesús se nos revela en la Sagrada Escritura
Antes de hacer referencia a devociones y promesas, considero necesario ir al tesoro que contiene la riqueza de nuestra fe: La Sagrada Escritura.
Empecemos por el mensaje central del Antiguo Testamento: allí se nos revela un Dios salvador que en todo momento, aun en medio de la infidelidad del pueblo elegido, grita desde sus entrañas: “¡Te amo!”.
"¿Cómo voy a dejarte abandonado, Efraím? ¿Cómo no te voy a rescatar, Israel? ¿Será posible que te abandone como a Adma o que te trate igual que a Seboím? Mi corazón se conmueve y se remueven mis entrañas" (Os 11,8).
La expresión de ese amor alcanzará su plenitud con el Verbo Encarnado: Jesús, “enviado por el Padre y que muere por nosotros que yacíamos en el pecado. Esta realidad central es aquella a la que la devoción al Corazón de Cristo quiere dirigirse y la que pretende venerar. Esta es la realidad que se desea también expresar en el símbolo del Corazón traspasado” (El Corazón en la Biblia).
Un Corazón que “late con amor divino y humano desde que la Virgen María pronunció su Fiat” (Encíclica Hauriets Aqua), y se hizo fiel discípula en el cumplimiento de su voluntad. Unos latidos que físicamente escuchó San Juan, el discípulo amado, al recostar su cabeza sobre el costado de Cristo, durante la Última Cena, y de cuyo Corazón, traspasado por la lanza, vio brotar sangre para redimir y agua para lavar como manifestación de su amor compasivo y misericordioso por la humanidad.
Nos encontramos delante de un misterio de infinita caridad que en sí mismo contiene dos naturalezas que dan mayor fuerza al culto del Sagrado Corazón de Jesús: el órgano que da vida a su Cuerpo y que sufre las consecuencias físicas de la Pasión, y el símbolo rico en contenido espiritual que concentra la esencia de la vida cristiana.
“Su Corazón, por ser la parte más noble de su naturaleza humana, está unido hipostáticamente a la Persona del Verbo de Dios, y, por consiguiente, se le ha de tributar el mismo culto de adoración con que la Iglesia honra a la Persona del mismo Hijo de Dios encarnado [...] su Corazón, más que ningún otro miembro de su Cuerpo, es un signo o símbolo natural de su inmensa caridad hacia el género humano. «Es innata al Sagrado Corazón», observaba nuestro predecesor León XIII, de f. m., «la cualidad de ser símbolo e imagen expresiva de la infinita caridad de Jesucristo, que nos incita a devolverle amor por amor»” (Encíclica Haurietis Aqua).
Una devoción para amar y reparar
Así como al discípulo amado, Jesús le descubrió su “amante y amable” Corazón a santa Margarita María de Alacoque, monja de la Orden de la Visitación de la Virgen María, el 27 de diciembre de 1673, día de San Juan Apóstol.
Como a Juan, Nuestro Señor la hace recostar sobre su pecho para sumergirla en su Corazón, en un momento en que se encontraba postrada de rodillas ante la divina presencia del Santísimo Sacramento. ”Él me dijo: Mi Divino Corazón está tan apasionado de amor a los hombres, en particular hacia ti que, no pudiendo contener en él las llamas de su ardiente caridad, es menester que las derrame valiéndose de ti y se manifieste a ellos, para enriquecerlos con los preciosos dones que te estoy descubriendo, los cuales contienen las gracias santificantes y saludables necesarias para separarles del abismo de perdición. Te he elegido como un abismo de indignidad y de ignorancia, a fin de que sea todo obra mía".
Dos años después, el primer viernes después de la Octava del Corpus Christi, le escuchará decir a Jesús:
“He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres y en cambio, de la mayor parte de los hombres, no recibe más que ingratitud, irreverencia y desprecio en este Sacramento de Amor”.
Un llamado de atención que sigue resonando con fuerza para todos aquellos que todavía no sabemos descalzar el corazón de frivolidades, de intereses particulares, de actitudes egoístas. Hombres y mujeres que no hemos aprendido a mirar más allá de nosotros mismos y que cerrados a la escucha de la verdad construimos muros de piedra en el interior.
Una santa carmelita, Santa Teresa de los Andes, nos compartirá en su diario un reproche que recibe de Jesús:
"Un día estaba yo en mi cuarto y con la enfermedad me había puesto tan regalona que no podía estar sola. El día a que me refiero, la Lucita (su hermana) y la Elisea —una sirvienta que cuidaba a mi abuelito— fue a acompañarla. Entonces me dio envidia y pena y me puse a llorar. Mis ojos llenos de lágrimas se fijaron en un cuadro del Sagrado Corazón y sentí una voz muy dulce que me decía: «¡Cómo! Yo, Juanita, estoy solo en el altar por tu amor, ¿y tú no aguantas un momento?». Desde entonces Jesusito me habla. Y yo pasaba horas enteras conversando con Él. Así es que me gustaba estar sola. Me fue enseñando cómo debía sufrir y no quejarme... [y] de la unión íntima con Él. Entonces me dijo que me quería para Él. Que quería que fuese Carmelita. ¡Ay! Madre, no se puede imaginar lo que Jesús hacía en mi alma. Yo, en ese tiempo no vivía en mí. Era Jesús el que vivía en mí”.
Otra santa carmelita descalza que arde en deseos de corresponder y consolar al Amor es Isabel de la Trinidad. Ella se proclama, en la intimidad del encuentro con el Amado, “la confidente de su Corazón” y se ofrece como víctima de sacrificio y expiación:
“¡Pobre Jesús! Quisiera pasar estos días junto a Él para consolarle del olvido y de la ingratitud de los hombres, pero Él sabe bien que no es culpa mía y le ofrezco este sacrificio. Y como está dentro de mí y vive dentro de mí, por lo menos le hablaré en lo más hondo de mi corazón y le ofreceré algunos sacrificios que le demostrarán cuánto le amo y cómo deseo sufrir y expiar con Él” (…) “Jesús, no puedo oír decir que sufres, que tu Corazón sangra al ver que los hombres se alejan de ti… Eso me tortura. ¡Cómo! ¿Es posible que Tú sufras, Tú, mi Amado, Tú mi amor y mi Vida? Sí, Tú lloras, Tú pides que te consolemos. Tú has llegado, en tu bondad, hasta a pedirme a mí, pobre lombriz y miserable criatura, que tenga a bien consolarte”.
Valdría la pena detenernos aquí para una sencilla reflexión desde una de las peticiones contenidas en la oración universal por excelencia, el Padrenuestro: “Danos hoy nuestro pan de cada día”. Ese pan que pedimos podría ser el alimento material, la respuesta a una necesidad, una gracia especial o lo que consideramos merecemos. El Padre responde, a tiempo y a destiempo, con lo que ha de ser de provecho al alma. ¿Qué pasaría si fuera al contrario? Si Jesús depositara su petición en nuestro corazón: “Dame hoy el amor de cada día”, “dame tu voluntad”, “dame de beber” de tu amor: ese amor que desacomoda, compromete, que exige sacrificio y conversión. ¿Cuál sería tu respuesta?
Adoradores en espíritu y en verdad
Una verdadera devoción al Sagrado Corazón debe cultivarse en la oración, en la apertura del encuentro con Jesús. Santa Isabel de la Trinidad será insistente al decir que “no hay que detenerse en la superficie: es preciso entrar cada vez más en el Ser divino mediante el recogimiento” (…) “¡El reino de Dios está dentro!”. Y ese reino comienza en el Corazón de Cristo y se extiende en aquellos que lo aceptan “en espíritu y en verdad” (Jn 4,23).
¿Qué nos arrastra hacia el templo del divino Corazón? El amor que nos impulsa a hacer de la voluntad de Dios nuestro alimento. Amor que nos conduce en un movimiento interior a trascender nuestra naturaleza humana, renunciando a nosotros mismos para darlo todo por la persona amada.
¿Quieres encarnar en tu cotidianidad a Jesús? Permanece en Él de manera constante. Sumérgete en la interioridad de su Corazón que se revela en el Evangelio para que todo en ti sea moldeado en Él y en respuesta a su amor haz de ti su fuente de mayor consuelo. Reposa en su Corazón vivo y real en el Santísimo Sacramento y escucha el latido del Amor que te susurra: "He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres"... "He aquí el Corazón que tanto te ama".
Píldora para el alma
“Cuando te levantes entra con el pensamiento en el Sagrado Corazón de Jesús y conságrale tu cuerpo, tu alma, tu corazón y tu ser por completo para solamente vivir por su amor y su gloria" - Santa Margarita María de Alacoque.
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