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Foto del escritorAngela María Guzmán S.

Amistad: “¡Cuánto se dilata el corazón!”


En la escuela del Carmelo Descalzo, la amistad es fundamento de la relación con Dios y con los demás. Así lo vivió y lo enseñó nuestra madre Santa Teresa de Jesús y así lo hizo experiencia de vida mi entrañable amiga espiritual Santa Teresa de Los Andes o Juanita, como la llamaban de cariño y como me leerán mencionarla muchas veces por la cercanía que me inspira y el innegable afecto que le tengo.


Como hablamos de fundamento, dicha amistad no ha de quedarse en conceptos superficiales. Lejos está de la dinámica actual de nuestra sociedad donde algunos se sienten amigos de quienes poco conocen, solo por el hecho de compartir espacios, gustos, favores o dilatados momentos.


Lo cierto es que, para Juanita, la amistad como el amor, “es lazo de unión de dos almas” (D 30). Un lazo que se estrecha por la necesidad de expansionar el corazón, tal como se lo expresa en una de sus cartas a Elena Salas González, su compañera de colegio, amiga y confidente:


“Sentía verdaderamente la necesidad de expansionarme con alguien que me comprendiera y sintiera lo mismo que yo. ¡Cuánto bien me has hecho! Te lo agradezco de todo corazón” (C 31).


¿En qué consiste, entonces, la verdadera amistad?


Mientras buscaba las frases precisas en el Diario y Cartas de Teresa de Los Andes, para dar respuesta a esta pregunta, recordé la famosa canción “Amigos”, de la banda musical Enanitos Verdes, en la que no solo se mencionan los buenos momentos que se pasan con aquellos que compartimos la vida a profundidad, sino también la capacidad de hacernos luz que brilla en medio de las oscuridades, en esas circunstancias donde lo que nos acontece pasa factura y nuestra fragilidad se pone a flote.


Alberto Cortez, cantautor y poeta, dirá en una de su letras hecha canción, “A mis amigos”, que estos saben compartir “la ternura, las palabras de aliento y el abrazo”. Que a ellos “se les adeuda la paciencia de tolerar nuestras espinas más agudas, los arrebatos de humor, la negligencia, las vanidades, los temores y las dudas (…) Que ninguna violenta tempestad podrá con aquella amistad porque tiene por capitán y timonel un corazón”.


Para Juanita, “la verdadera amistad consiste en perfeccionarse mutuamente y en acercarse más a Dios” (C 82). Y es que “cuando el amor de Dios se apodera del corazón, hace que el amor humano (…) se transforme, se divinice por decirlo así” (C 44).


Con ella podemos afirmar que “una amistad verdadera ayuda mucho para mantenerse firme en el camino de la perfección” (C 44), porque es Cristo, el Capitán, quien nos lo ha enseñado y nos manda a ser amigos como Él, a dar la vida por ellos como lo hizo Él, revelándonos en Sí mismo lo que aprendió del Padre.


En ese deseo de avanzar por la senda de la perfección, Juanita hace un determinado llamado a su amiga “Chelita”, Graciela Montes Larraín:


“Ayúdame, por favor, a ser buena (…) Por favor, te ruego, que me digas mis defectos: los que tú veas; porque yo me tengo compasión y no me los echo en cara lo bastante. Soy muy orgullosa y quiero ser humilde. Ayúdame tú. Y soy rabiosa. Me impaciento por todo. Así, cuando tú veas la menor señal, avísame, te lo ruego” (C 12).

Escuchar tal petición me hace comprender que no se puede hablar de amistad donde no hay espacio para la corrección con caridad. Sería absurdo pensar que todo en el otro o en uno mismo es perfecto, pues amor no debe quitar conocimiento, según coloquios teresianos.


Por eso, a esta altura del texto y gracias a ciertas benditas experiencias que Dios permite, puedo asentir que llamarse amigos y serlo de verdad nos compromete a abrir la mirada, entre las partes, sin engaños, sin desconocimiento de las virtudes y los defectos y así aceptarnos y así elegirnos como un tesoro, tal como lo refiere la Sagrada Escritura. Si no es desde esa verdad, ¿sobre qué raíces echamos cimientos para construir una relación de amistad sincera? 


Santa Teresa de Jesús nos ha de advertir que “gran mal es un alma sola entre tantos peligros” (V 7, 20). “Por eso aconsejaría yo a los que tienen oración, en especial al principio, procuren amistad y trato con personas que traten de lo mismo” (V 7, 20). Claro está que la amistad por excelencia es la de Cristo: “Es muy buen amigo Cristo” (V 22, 10) y “puedo tratar como amigo, aunque es Señor” (V 37,5).


Aquí hago una breve pausa. Me detengo a parafrasear lo escrito por el padre Marino Purroy Remón, OCD, en la Introducción General a la tercera edición de las Obras Completas de Santa Teresa de Los Andes, para compartir una breve enseñanza que asumo para mí: ¡qué importante es tener presente que el punto de partida y el guion de esta vida compartida, llamada amistad, debe ser el que señala Jesús! 


De esa manera no habría cabida para la equivocación o los apegos, mucho menos para la desilusión o la indiferencia, consecuencia de los desencuentros que en ocasiones se suscitan.


Por el contrario, procuraríamos esforzarnos por brindarle al otro lo mejor de sí, sin alguna espera de retribución, simplemente amando desde la propia particularidad en el amar. Aquí quiero resaltar, con aires de sutil halago: ¡qué particulares son ciertos entrañables amigos en el tratar de amistad para expresar el querer!



“Yo no los llamo servidores, sino amigos” (Jn 15, 15)


En el Evangelio según San Juan, Jesús nos llama a permanecer en Él para dar frutos. Como escribiera Santa Teresa de Jesús: para que nazcan las virtudes en el huerto del alma.  


Eso es la amistad, una virtud que se ejercita en el encuentro con Cristo, en la unión de dos voluntades: “Ya no les llamo servidores, porque un servidor no sabe lo que hace su patrón. Los llamo amigos” (Jn 15, 15).


En su experiencia del permanecer con y en Jesús, Juanita anotará en su cuaderno: «Él está junto a mí y me dice muy seguido: “Amiga muy querida”» (D 11).


Ella, la pequeña Juanita de corazón grande, solo quiere unirse a Él para siempre, a su Amigo, porque su felicidad no consiste sino en amarle.  


Esa relación entre lo humano y lo divino se desbordará hacia sus amigas más queridas. Con algunas compartirá el ideal de la vocación, los sufrimientos de cada día, la necesidad de aferrarse a Jesús, de traspasar al alma de sus amigos algo precioso de la suya: el amor a Jesús, y de buscar con insistencia la unión con Él para alcanzar, en lo cotidiano, los anhelos de santidad y el consuelo cuando embarga la tristeza.


Sus cartas escritas desde el recogimiento del Carmelo harán resonancia del sentir de una amiga que se ha pulido a Imagen y Semejanza de su Divino Pescador de almas. En cada una de ellas asoman las bondades del corazón, las alegrías, las plegarias, consejos espirituales, inquietudes y los secretos que han de compartirse: “Soy la persona más dichosa (…) ¡Cómo quisiera, mi hermanita, que cada una de mis cartas te llevara una centellica de amor divino!” (C 110). “¡Cómo quisiera traspasarte, hermanito de mi alma, mis sentimientos!” (C 107). “¡Cómo quisiera trasladarme a tu lado para acompañarte en los momentos tristes en que estás!” (C 121). “Cuando quiero es para siempre” (C 121). “Perdóname mi sermón, pero te quiero tanto y deseo que seas muy buena” (C 117). “¡Cuánto gocé con tu cartita! En ella vi la confianza y fidelidad que guardas a tu pobre amiga, que sabe corresponder con sus oraciones a tu cariño” (C 124). “Quisiera inculcar en tu alma el amor a lo eterno, a lo que no pasa. Es necesario pensar que una eternidad nos aguarda (…) Gordita querida, siempre te predico en mis cartas, pero es porque quiero que seas muy piadosa” (C 134).


En una de sus correspondencias a la Reverenda Madre Angélica Teresa hay una descripción preciosa y profunda de la intrínseca vocación de la amistad entre Juanita y Elisa Valdés: “Las dos nos ayudamos para amar y servir lo mejor posible a Nuestro Señor, y nuestras conversaciones son siempre o para estimularnos en el camino de la perfección o para hablar de ese Carmen en el cual deseamos vernos las dos” (C 37).


Esa verdadera amistad ha de cultivarse en nosotros en la intimidad de los afectos, cernidos por la Gracia. Ha de forjarse en la confianza que permite abrir el corazón y derramar una lágrima sin sentirnos enjuiciados por nuestro querido interlocutor.


Por esa amistad no ha de importar si las sombras de nuestra historia se hacen presentes y hasta toman rumbo junto a nosotros, mientras vamos de pasajeros, agotados por la jornada, en un bus camino al aeropuerto.


Tampoco en ella ha de ser trascendental si tomamos la decisión de lanzamos a subir laderas empinadas un día cualquiera de la semana, aunque nuestras condiciones estén muy lejos de ser las más apropiadas.


No hemos de perdernos en buscar posturas sin sentidos. En complicarnos la existencia. Cuando el afecto es transparente, la vida y todo lo que en ella acontece fluye con libertad, sin la rigidez de las estructuras, con la simple premisa de hallar la felicidad que permanece.


¡Cuánta alegría compartida! ¡Cuántas risas, cuántos llamados de atención camuflados en extrañas dosis de ternura! Pero también, cuántos momentos en que hemos debido esforzarnos por sobrepasar los enojos o las malas interpretaciones de nuestros ánimos o conductas.


Como lo ha hecho Juanita, con Elisa y Herminia Valdés Ossa, Carmen de Castro Ortúzar, Graciela Montes, Elena Salas y hasta con su hermano Luis, cada uno de nosotros ha de ser y hacerse amigo en el Amigo. “¡Qué dicha más grande la nuestra el ser amigas como lo somos, amándonos en Jesús, por Jesús y para Jesús!” (C 47). Así no habría una gota de este mundo que pudiera penetrar para dañar al corazón. Así el “yo” se dispondría dócil a vivir un “nosotros” en la búsqueda incansable del bien común.


Con la sabiduría del Espíritu, el papa Francisco, en su Carta Encíclica Fratelli Tutti, Sin Fronteras 8, nos invita a caer en la cuenta de una verdad latente:


“Nadie puede pelear la vida aisladamente (…) Se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia adelante”.

Pero el bien, como la amistad, ha de conquistarse cada día. No podemos quedar conformes y cómodos creyendo que lo hemos dado todo. No. La seguridad nos puede llevar a la cerrazón del corazón y en contraposición a eso, debemos avivar en la memoria que la verdadera amistad es apertura, acogida, permanencia.


“Lo que nunca debe estar en riesgo es el amor, el mayor peligro es no amar (…) Ese amor al otro por ser quien es, nos debe mover para buscar lo mejor para su vida” (Ft 92).



Amigos espirituales


Al inicio de este escrito manifesté algo que, para quienes no lo han experimentado, sonará bastante extraño: Santa Teresa de Los Andes es para mí una amiga entrañable. Leer su Diario y sus Cartas me ha permitido acoger sus enseñanzas y escuchar tantos consejos que hasta el día de hoy orientan mi vida, aunque algunos me hacen sentir que remo contra la corriente.


Mi querida Juanita también alimentó su espíritu y la capacidad de amistad gracias a la vida y obra de aquellos santos que la antecedieron: Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Teresita del Niño Jesús e Isabel de la Trinidad. Ellos la acercaron cada vez más a Jesús y a las mieles de su amor.


“Ellos le ayudan a hacer oración, a comprender y amar su vocación, a descubrir qué es ser carmelita. Y ella a su vez los hace sus maestros, modelos, amigos y les pide favores”, enfatiza Marta Elena Ibarra OCDS en su documento “Los amigos espirituales de Santa Teresa de los Andes”.


Escribe Juanita (D 28): “Estoy leyendo a Isabel de la Trinidad. Me encanta. Su alma es parecida a la mía. Aunque ella fue una santa, yo la imitaré y seré una santa. Quiero vivir con Jesús en lo íntimo de mi alma. Quiero defenderlo de sus enemigos. Quiero vivir una vida de Cielo, así como dice Isabel, siendo una alabanza de gloria”.

Al padre Artemio Colom, S. J., le dirá: “Mis esfuerzos todos se dirigen a ser una santa carmelita” y “trato, pues, de negarme en todo para llegar a poseer al Todo, según nos enseña nuestro Padre San Juan” (C 116).


En esa amistad que nace en sus lecturas meditadas, ella se deja interpelar para reconocer su pequeñez, su imperfección, la fe que se fortalece y la esperanza que, en medio de sus limitaciones, pone solo en Dios.



¡Cuánto se dilata el corazón!


Parece que me he extendido un poco al intentar abordar el tema central de este artículo. Sin embargo, debo confesar que el espacio se hace corto cuando la memoria recuerda con insistencia lo vital del verdadero sentido que tiene la amistad en Juanita y también en quien les escribe estas líneas. Entonces suspiro profundo y digo como mi dulce amiga espiritual: “¡Cuánto se dilata el corazón!”.


Tal vez no podré expresar como lo hace Teresa al referirse a su amiga Elisita Valdés, que con mis amigos “pensamos en todo igual y tenemos nuestras almas tan parecidas” (D 45). Los míos, en primera instancia, están bien contados en los dedos de mis manos. Todos tan distintos y a su vez tan similares en un mismo deseo: acercarnos a Jesús y desde Él emprender camino juntos, viviendo un cielo posible en este presente que abrazamos con la locura del amor o más bien con un poco de locura.


Hay un fraile amigo, en particular, al que debo agradecerle por ser una maravillosa “diosidencia” para mi vida. Cuando lo conocí, realmente la empatía parecía que no llamaba a la puerta. Sin embargo, tiempo después y sin muestras de asomo por mi cabeza, Dios lo trajo de tierras distantes a esta tierra sagrada en la que labro mis sueños para aprender que, de maneras distintas y a su vez tangibles, todavía es factible el tratar de amistad en un mundo que, entre tantas realidades, parece deshumanizarse.


Esto es la vida del Carmelo: amar. “Esta es nuestra ocupación”: le dirá Juanita a su madre en una carta escrita en mayo de 1919, estando en el Convento del Espíritu Santo. Resalto yo: hemos de hacerlo sin perder los pequeños detalles.


Hoy como nuestra amiga en común, Santa Teresa de los Andes, elevo una acción de gracias a Dios “por haber juntado nuestras almas”. Oro por su vida, la de mi amigo, que sigo celebrando, y oro por su vocación, producto del amor misericordioso. ¿Qué le dice mi corazón de amiga a este frailecillo de mis afectos? “Vivamos dentro del Corazón de Jesús. Abandonémonos a Él y permanezcamos siempre bajo su mirada” (C 162).




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